Traducción sin revisar. Es posible que encuentres errores en este documento. Puedes corregir los problemas que veas, pero la revisión no será aprobada hasta que el Equipo de Traducciones se haga cargo.
Oh, el frío aquí era hiriente. Jamás lo habría notado si no fuera por su pulmón izquierdo, su pulmón izquierdo y esos estúpidos pedazos de hueso expuestos sobre su esternón. Las últimas partes sin convertir de todo su cuerpo, con terminaciones nerviosas intactas, irritadas por el frío. Con sus rondas terminadas, el Agente Ketterson apretó el abrigo de algodón sobre sí, y luego tocó su sien con su dedo índice.
—No hay nada aquí. ¿Puedo regresar ahora?
—Claro, —una voz le contestó—. Habrá chocolate caliente y malvaviscos esperándote. —Se estremeció y regresó a través de la helada taiga.
Por supuesto, no podía simplemente llegar a la puerta y entrar. Eso sería estúpido. Primero entró dentro de una antecámara reforzada contra balística, e ingresó una contraseña. Después pasó a una ducha química caliente y forrada de plásticos, pero el ocupante actual lo vetó rápidamente. Finalmente, otra esclusa hermética y las puertas del sitio se abrieron. Ketterson tembló un poco, tras lo cual colgó su abrigo y caminó por el vestíbulo.
El sitio había funcionado durante décadas, pero solo en años recientes se habían vuelto necesarias las remodelaciones rápidas. Un ala entera estaba separada por una compuerta hermética, donde el poco personal que todavía tenía que preocuparse por ello podía ponerse sus trajes estancos y andar otro día de trabajo con salud. En cuanto al resto de ellos, bueno…
Ketterson se detuvo en el ala médica, aún cuando no era a donde se dirigía. Una enfermera levantaba a una paciente y la transfería a otra cama (las barras de acero en sus brazos debían haberla ayudado considerablemente). Ketterson la rodeó mientras empezaba a cambiar las sábanas de la cama, murmurando una disculpa, y procedió a mirar a la paciente.
Pobre Johanna. Había hecho tanto por ellos. Aun cuando más y más se sumaban a las filas de los condenados, todos los días, ella era dedicada- fue ella quien descubrió que, una vez la infección llegaba al cerebro, pasaba una de dos cosas- o se convertía en una masa de tubos diminutos, o en una masa de circuitos cableados. Partiendo de esto, aquél técnico dotado había sido capaz de crear una red acoplada a los circuitos, permitiendo que todos aquellos que tenían cerebros completamente convertidos del tipo cable se conectaran. Era la única forma en la cual el sitio y sus empleados habían podido permanecer funcionales y sobrevivir.
Y Johanna Garrison había estado tan bien, su cerebro se había empezado a convertir en cables- pero algo salió mal en la conversión y tuvo un derrame. Ahora no podía leer, ni entender gran parte de lo que le decían, y no tenía control funcional sobre el lado derecho de su cuerpo. Debido al único doctor en medicina conectado a la Red Colmena, sabía más cosas sobre ella, como un uso cerebral reducido y conexiones nerviosas disminuidas. Todas las señales indicaban un mal pronóstico. Él tocó su mano, y ella lo miró con ojos vidriosos.
Quería sentarse junto a ella, hablar con ella, quizá agradecerle por algo, pero parecía que empezaba a dormirse de nuevo. Simplemente estrujó su mano con sus propios dedos-alicates de metal, y se fue, continuando por el vestíbulo.
Al menos ya no tenían por qué preocuparse por la contención. O, exceptuando a la Red Colmena limitada, por la comunicación. ¿Eran aún parte de la Fundación? ¿Cuál Fundación? La Fundación había fallado. Allá afuera, lejos del hielo y los océanos salados, había una construcción metálica rodando por las llanuras estériles, buscando a devotos para saciar su hambre y su pieza final. Afortunadamente alguien había tomado la iniciativa de lanzar el disco que quería al espacio justo antes que todo se derrumbara. El solitario sitio en Siberia podía concentrarse en la investigación, mantener su suministro energético en marcha y hacer pequeños proyectos paralelos, como si eso fuera a ayudar.
El Invernadero era uno de esos proyectos. Era el orgullo y la alegría de todos. Ketterson entró, su mandíbula sin labios contrayéndose feliz ante la bienvenida de la brisa del cálido aire. Si pudiera sonreír, lo haría. Aunque las ventanas todavía mostraban la tundra maldita, el aire aquí estaba lleno de vapor y calentado por energía hidráulica. Plantas de largas hojas y árboles floridos, helechos y musgos, incluso pequeños animales corrían entre los arbustos.
La Jardinera era Marie Ayala. Estaba arrodillada en el suelo, podando los arbustos y flores con un par de tijeras, para volverlas a plantar. Un dolor sordo cruzó el corazón de Ketterson cuando la vio. Alguna vez una mecánica que podía arreglarlo todo, su hermosa mente se había convertido en una masa de tubos cuando la enfermedad llegó. Ahora hacía todos los días las mismas labores en el Invernadero. Podar, plantar, cavar, recitar poesía. Ketterson se arrodilló junto a ella, y tocó su hombro.
—Vendrán días de suaves lluvias, —murmuró ella, hablando suavemente mientras trabajaba. Su mano-pala perforó el suelo—. Y aroma en la tierra, y golondrinas volando en torno con su quedo sonido. —Conocía el poema. Lo declamaba a menudo, y una vez que alguien lo conocía, gracias a la Red Colmena, todos lo sabían.
—Y ranas cantando de noche en las charcas y ciruelos salvajes de trémulo blanco. Los petirrojos vestirán su fuego emplumado, silbando sus fantasías sobre el alambre de las cercas. —Ella- todos ellos, pero especialmente los que no estaban en la Red Colmena- estaba tan faltaos de emoción, salvo en sus poemas. Los podía decir con toda la tristeza y anhelo, todo el sentimiento de lo que pudo haber sido el mundo.
—Y nadie- sabrá de la guerra, nadie- se preocupará cuando al fin concluya. —Una planta cayó al suelo, iracunda. Al principio, hubo esperanza: Quizá cuando todas las cosas vivas en la tierra sucumbieran al virus, este moriría sin un huésped. Quizá entonces todos los animales y humanos escondidos podrían empezar todo de nuevo. Pero Johanna había observado los microbios en el suelo y el agua, y había descubierto que los protozoarios en la base de la cadena alimenticia estaban sucumbiendo al virus, sin sobrevivir el proceso de conversión.
El cobre y bronce en el suelo aumentaba cada día. Ya no parecía inconcebible que su amada esfera de tierra verde se convirtiera un día en un macizo corazón mecánico.
—A nadie, ni al ave ni al árbol, le importaría si el hombre pereciera por completo. —Marie alzó su mano, y en ese momento, un gorrión descendió de un árbol cercano para sentarse sobre ella. Ketterson lo observó; brillante, pulcro. Un puñado de sables de hierro limpios se habían convertido en sus alas, sus patas eran prístinos engranajes y tubos de cobre.
—Y la primavera misma, cuando se despierte al amanecer, apenas notará que nos hemos ido. —El gorrión saltó y se fue volando. Las lágrimas se asomaron a los ojos de la pobre Ayala y después desaparecieron y dejó de cavar tristemente. Ketterson la abrazó y besó, sobrecogido por un momento por la trágica ironía, observando el lugar en su mano metálica donde alguna vez hubo un anillo. Sosteniéndola en sus brazos, levantó su mirada hacia la tundra, hacia el mundo muerto que les quedaba.
Y sin embargo, más y más miembros del personal se conectaban a la Red Colmena cada año. Quizá, en el Sitio Omega, algún vestigio de la humanidad permanecería. Nunca lo sabrían.
El Invernadero, suave y vibrante, quedó en silencio; hasta que Marie se inclinó sobre la tierra nuevamente.
Las lágrimas habían desaparecido, como en un ciclo sin fin.
Afuera, el mundo permanecía grande y frío.
—Vendrán días de suaves lluvias y aroma en la tierra…