Un día aburrido de trabajo
Puntuación: +8+x

Expediente de Instalación Segura

Designación Oficial: Sitio de Almacenamiento de Objetos Anómalos de la Fundación SCP
Código de Identificación: ESPVLC-Sitio-107


Información General


Fundado: 24 de octubre de 1990

Director/a Fundador/a: Dir. Luis Rogelio Casas Moreno

Ubicación: Valencia, España

Fachada: Sucursal Privada de UniBOXverseC.A. [Compañía fachada de la Fundación]

Función: Almacenamiento de Objetos Anómalos, Contención de Objetos SCP Clase Seguro.

Área Abarcada: 290m2


Información de Personal


Director/a General: Dir. Luis Rogelio Casas Moreno

    Jefes de Departamento: 1

    Investigadores: 3

    Personal de Mantenimiento y Limpieza: 5

    Personal de Seguridad: 6

Ese, era uno de los papeles que el director Rogelio Casas pasó rápido por encima de su escritorio mientras buscaba un pequeño informe entre los, exactamente, cuarenta y seis que habían dentro de la caja en sus manos presente. Tras una docena de archivos muy irrelevantes, encontró el informe que buscaba, Objeto Anómalo ES-560783; una bombilla que permanecía encendida incluso sin estar conectada a ninguna fuente eléctrica.

Una vez encontró el archivo, se lo dio al investigador Rodríguez, que llevaba más o menos cinco minutos de pie frente a el escritorio esperando por dicho. Luego de recibirlo, éste salió de la oficina sin elaborar más.

Rogelio decidió leer el expediente del sitio antes de recoger los papeles de su escritorio. Soltó una pequeña risa burlona, viendo como sólo trabajaban quince personas en ese sitio, recordando que cuando se fundó el sitio eran dieciséis, y sabiendo que ahora serían catorce pues el investigador Daniel había sido transferido al Sitio-163, en Segovia.

—Je, niño suertudo. —Pensó mientras reflexionaba que dentro de tres meses cumpliría exactamente treinta años trabajando en la misma oficina cuadriculada y monoambiente. Al menos el lugar no era tan agobiante gracias a sus compañeros de trabajo; seis guardias que se turnaban en dúos para cumplir las veinticuatro horas; unos tres investigadores con los que mantenía conversaciones variadas algunas veces; y unos hombres de limpieza que llegaban al sitio cada viernes.

Él no se sentía triste en su trabajo, le gustaba pensar que era mejor revisar un par documentos mientras jugaba solitario durante el resto del turno antes que lidiar con brechas interdimensionales y demonios indescriptibles. Aunque incluso con ese pensamiento tan conformista, y estando medianamente cómodo con su trabajo, le era imposible negar u ocultar lo ridículamente aburrido que estaba durante su turno.

Se levantó de su asiento para ir de su oficina a la sala central, con el objetivo de servirse café y leer alguno de los libros por vigesimonovena vez.

En el corto camino a la estantería de libros, vio a los dos guardias de ese turno, que también llevaban casi treinta años en el sitio, sentados en el sofá leyendo libros. Recordó que esos dos hombres en sus primeros meses estaban increíblemente interesados en cumplir su trabajo de la mejor manera, y ahora tiraban un vistazo a la entrada cada quince o veinte minutos, sin mucho interés.

Rogelio estaría obligado laboralmente a quejarse de la apatía de los guardias, pero sabía perfectamente que en treinta años de trabajo nunca había pasado nada interesante, y que no valía la pena decirles algo. Siguió con su camino y dejó a los dos hombres atrás, que ya tenían costumbre de leer libros, ver sus teléfonos y hablar entre ellos la mayoría del tiempo.

Llegó a la estantería de libros y agarró una copia de «El Principito». Como tal no le parecía que fuera una historia interesante, pero ese libro le daba nostalgia y le ponía una sonrisa en su cara. Rememoraba que le leía esa misma historia a su hija cuando era una niña pequeña, hija que amaba con todo su corazón. Rogelio amaba recordar los momentos alegres que tuvo con ella, que ahora era una mujer adulta casada y a punto de terminar su tercera carrera universitaria.

Se sirvió una taza de café y con libro en mano regresó a su oficina. A medio camino echó un vistazo a la habitación donde guardaban los objetos anómalos; aproximadamente ciento cuarenta. Todos esos objetos estaban en pequeñas cajas metálicas con cerrojo y una llave guardada en un cuarto pequeño al que todos podían entrar.

Rogelio entró en su oficina, se sentó en su silla y bebió su taza de café en un solo sorbo. Quedó en un profundo silencio, y luego comenzó a leer algunas páginas al azar del libro. Varios recuerdos pasaron por su mente mientras leía.

Se acordó de su divorcio en 2004, que era en retrospectiva algo irónico. Le causaba un poco de gracia como su divorcio se debió a la total falta de chispa y atracción entre ellos en ese punto de sus vidas, haciendo gran contraste con la pareja acaramelada que fueron en su juventud. Pero eso no era de importancia, habían pasado dieciséis años.

También llegó a su memoria un recuerdo de el entrando por primera vez a un sitio de la Fundación, en el lejano 1977. Si su memoria no fallaba, era el Sitio-34, el más grande de todas las instalaciones hispanas; una fuerte ironía recordando donde terminó.

Su silencio continuó hasta que fue interrumpido por uno de los tres investigadores, de nombre Jorge, entrando a la oficina con un papel en mano que le dio a Rogelio.

—Señor Rogelio, ¿podrías mandar esto al 163?

—¿Qué es?

—Un anexo de un clase seguro que creo que tiene que ver con un contenido de allá.

El viejo tiró la vista hacía el papel entre sus manos, leyendo por encima, y efectivamente no era más que eso.

—Si, claro, en unos minutos.

—Gracias, Rogelio. —Jorge salió con tranquilidad de la oficina.

Rogelio, en silencio otra vez, no hizo más que escanear el archivo, enviar una copia digital por correo electrónico al director del 163, y archivar la copia física en la estantería al lado de su mesa.

Los investigadores en ese sitio no hacían mucho, sus rutinas consistían en crear un documento para los objetos anómalos que llegaban cada tantas semanas y remitir algún que otro archivo a otros sitios, casi siempre el 163. El otro 98% del tiempo estaban jugando videojuegos en sus laptops. Rogelio sabía esto aunque poco le importaba.

Antes de volver al libro, vio su reloj de mano y noto eran las 4:09 P.M, nueve minutos habían pasado desde que terminó su turno de trabajo. Alistó su mochila, se dirigió a la estantería a colocar el libro donde estaba en un principio y salió del sitio despidiéndose del personal.

Durante su viaje entre las calles de Valencia, pensaba un poco en la idea de ser transferido al Sitio-163, como le acababa de pasar a uno de los investigadores en su sitio. Llegó a la parada de autobús mientras se imaginaba a sí mismo tomando cargo de la investigación de un Euclid o un Keter, tal y como llegó hacer en su juventud.

Siguiendo esa línea de pensamiento, a su cabeza llegó la memoria de él y siete antiguos compañeros de trabajo en la década de los 80' celebrando en la cafetería del 34 cuando lograron contener un Keter que llevaba tres años dando problemas… de esos siete compañeros, dos murieron en su trabajo, cuatro siguen en la Fundación y el último quedó en un manicomio de por vida por culpa de un memético.

Antes de pensar más, oyó el sonido del autobús que debía tomar para ir a su residencia. Ya en este último, divisó a un joven muchacho mirando su teléfono móvil, llevaba un uniforme de oficina y no parecía tener más de 25 años. Rogelio, quién había cumplido sus 72 años hace poco tiempo, veía con algo de nostalgia al joven.

Una vez llegó a su hogar, se duchó y cenó. Era un departamento que consiguió a buen precio en un edificio residencial cualquiera. Decorado con bastantes muebles de los años 80' y 90', con una mezcla en sus paredes de tonos amarillos claros y maderas oscuras; diseño que Rogelio encontraba reconfortante de ver. En su hogar no había mucho que hacer, así que simplemente se sentaba en su sofá a oír música en la radio, o intentaba ver algo en el televisor que su hija le compró nueve años atrás.

Rogelio vio algunos programas en su televisor hasta notar que eran las 9:34 P.M. Se dirigió al baño para lavarse el rostro y cepillarse los dientes, y luego a su habitación para ponerse alguna ropa de dormir y finalmente caer en su cama. Como el hombre viejo que era, no le tomó más de dos minutos quedar en un sueño profundo. Antes de dormir pensó en como se sentía en el Sitio-107, él diría que conforme.

Al día siguiente, luego de despertarse, ducharse, desayunar, vestirse, llegar al trabajo, saludar a los guardias e investigadores que estaban ahí ese día, y encender la ordenador de su escritorio, notó un correo electrónico pendiente por leer. Lo abrió y leyó una noticia que no sorprendió a Rogelio, era la declaración oficial que le permitiría jubilarse, y le avisaba de que ese mismo día podría retirarse de la oficina para descansar en su hogar por el tiempo de vida que le quede.

No perdió ni un solo minuto antes de avisarle a su personal de su retiro, a lo que todos respondieron con felicitaciones. Pero incluso así, Rogelio no sabía como sentirse, se aburría en el Sitio-107 pero le tenía cierto cariño y muy en el fondo de sí le gustaba tener un lugar al que debía ir cada mañana y donde tenía alguna labor, por pequeña que fuera.

Antes de pensar en que hacer, se apresuró a hacer el papeleo que conlleva colocar a un nuevo director en el sitio, quién ahora sería el investigador Rodríguez.

Una vez salido del sitio, pensó en visitar a su hija que no había visto desde que ésta se mudó al país de Ecuador en Sudamérica, ocho años atrás. Tenía los ahorros suficientes para realizar un viaje transatlántico, así que decidió ir en esa dirección.


Tres semanas habían pasado desde la retirada del director Luis Rogelio Casas, y hasta ahora Fernando Rodríguez había cumplido bastante bien con las pocas obligaciones que acarreaba dirigir un sitio tan pequeño y aburrido. A veces pensaba en Rogelio, y en como pasó treinta años de su vida en este lugar a pesar de su gran intelecto y capacidad como trabajador, Rodríguez se preguntaba que podría estar haciendo Rogelio en este momento, solo sabía que iba a organizar unas vacaciones en Sudamérica.

Sus pensamientos acerca de él fueron, oportunamente, interrumpidos por uno de los guardias, que portaba un informe médico de uno de los hospitales más cercanos a esa zona. Rodríguez miró el papel y fue ahí cuando entendió porque el guardia le entregó eso. "Luis Rogelio Casas Moreno, a sus 72 años y 5 meses de edad, falleció en su hogar durante la madrugada a causa de un ataque cardíaco." decía el inicio del archivo.

Rodríguez, impactado y sabiendo que él fue uno de los cientos, si no es que miles, de directores que habían pasado por los sitios de la Fundación y sabiendo que no pudo visitar a su hija, solo pudo pensar en cuanto valor genuino tenía trabajar en ese lugar.

Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License