Comenta una lectura sobre una semilla, un niño vacío en ánima y ventura, un bastardo desdeñado quien dejó de vivir en su cuerpo, solo para vivir en sus recuerdos de otra vida con su madre. Su madre… Sus palabras hace tiempo que abandonaron las páginas de este libro.
Reside junto con otros de su misma condición, compartiendo ese finísimo hilo de orfandad que tan solo alimenta su amargura. Bajo un techo que no es techo, en una casa que no es casa porque nadie habita, observa en ayunas la luna de una noche que no es noche. En el título solo leen verdades que nadie va a leer jamás, porque nadie jamás leerá ese libro de un niño que vive sin vivir en él. “Mamá, mamá, estoy solo. Mamá, por favor, llévame contigo”
El farol ríe, ríe en vileza apagando tenue su luz para cederla a otro farol apagado, otro que ilumine a un inminente lector que viva a través de sus libros. Estaba leyendo un relato donde no hay relato, donde los personajes no existen y la historia es conocida desde la portada, llenando las páginas de un inmenso desamparo.
Por eso el lector acogió un libro inacabado, y alza su pincel para dibujar un nuevo sino. Un boceto que cubra las páginas, tantas páginas, que aún están en blanco porque a alguien se le olvidó.
Sentado en el arcén con los ojos en blanco, una chispa naranja ilumina su rostro. Levanta la cabeza para observar una calle solo iluminada por el claro de luna, tan vacía y tan fría como lo debía ser. Como quería que fuese. Pero algo se retorcía en el suelo, algo tan inocente que sería el fruto de cualquier fobia, y cuanto menos en verlo saltó de pavor. Por un momento, por un solo instante pudo verse, el huérfano pudo sentir que estaba vivo, pudo adivinarse que el relato podría tener un final.
La vermifobia ya es de por sí irracional, pero aún le resultó más cuando se percató que no era más que una golosina, un dulce alargado de colores, con tonalidades amarillas y fluorescentes de verde y rosa, igualmente repugnante como sus primos anélidos. Pero lo que pudiere parecer un mero descuido de un niño despistado tornó en todo un sendero de estos pequeños en la soledad de los callejones. Así, el temor tornó en curiosidad, y está en unos breves párrafos de vida en vida.
Y quién sabe, que no hable, pues puede que la narración tornase en un sentido más allá de las palabras. Sigue así el pequeño desconocido su dulce senda, encontrándose en lo más profundo de la villa, en aquel rincón donde no habría nadie porque nadie allí iría a parar, y conoce a un personaje peculiar. Una calabaza descansa al final de la ruta, tallada, e iluminada por una vela que hablaba por alguien más.
“Permíteme, tú, huérfano inocente, escribir tu historia más allá de donde debería acabar. Te cederé la vida que no has vivido, muerto en el corazón, si en esta noche donde la muerte reina, me demuestras que puedes vivir. Enardece la chispa de tu corazón para también hacerlo en mi farol, y así poder ver yo más allá de donde debería y buscar lejos de la razón.”
Nuestro compañero agacha la cabeza indicando agradecimiento por tan solo una esperanza, una chispa que avivar, y sonríe. Hacía mucho tiempo que no sonreía. Y vuelve corriendo cuan maratón a su más que humilde morada, y con la desgastada manta para dormir y mucho ingenio se esconde disfraz de espectro, tan patético y a su vez tan tierno que llamó la atención de los demás que allí restaban.
Pues ciertamente, ¿qué tendría de malo huir por una sola noche de sus males solo para recordar que son lo que son: niños? Y así fue como muchos lo acordaron, y pudieron disfrutar como lo hubieran hecho antaño de una velada tan especial en el año. Poca gente encontraron en el pueblo, mientras robaban todo un arsenal de dulces que iban encontrando abandonados puerta por puerta. Vestidos de forajidos, de demonios, de brujas y algún personaje televisivo; vestían de todo menos de tristeza. Esos instantes resultaron mágicos para ellos, y ninguno los dejaría escapar jamás.
El amanecer asomaba, y procedieron todos a su rutina, pero esta vez algo diferente. Tal vez se hubiese formado un vínculo más allá de las penurias, solo el tiempo dirá. Pero antes de nada, el infante infeliz quiso devolver su hortaliza al lugar de donde la recogió, llena de todas las golosinas que había recopilado. Estaba agradecido, porque en cierta manera su candela ya había cumplido su promesa, porque por una noche pudo vivir más de donde pudiera haber pensado. Pero nada más llegar tropezó, arrojando todas sus recompensas al frío asfalto. Y estas comenzaron a rodar, a nadar contracorriente por el callejón solitario, formando una montaña que lentamente va cogiendo forma. El caramelo y demás dulces masticables se derriten y bailan en consonancia, y fluyen cabellos, fluye ropaje y fluye una sonrisa apretando el puño. Lentamente se empieza a erguir, cada vez más, una figura femenina que alguien podría recordar. Sin falta alguna de palabras, una lágrima baña el suelo, y nuestro huérfano abraza… Abraza a su madre. La abraza por mil siglos y la eternidad que les sigue. La abraza como abrazaba a sus recuerdos, y como ahora abrazará esta memoria por siempre.
“Solo he necesitado del resplandor de tu alegría para alumbrarme en la más sumisa oscuridad que supuso dejarte, pero ahora, por siempre, estaré contigo. Vive, por favor, vive esa vida que hubiera deseado que vivieras, y alumbra mi camino más allá de tu tristeza”.
Y con la llegada del primer rayo de luz, la figura se desmonta y desperdiga como debía, y las páginas del relato surgieron por sí solas, cumpliendo un libro fascinante.
Ojea las páginas de un libro de poemas, cuyos versos históricos, arrastrados por vientos ciclónicos, originan tempestades que arrasan con el orden natural y los errores del pasado. Sonetos que cuentan como la vida viene de las semillas, y es la parca quien las siembra, las riega y luego las cosecha. De cómo el árbol crece impetuoso, y en otoño sus hojas caen para permitir que otros árboles crezcan donde él. Y cómo ya nadie recuerda ni quiere recordar esas hojas, que se apilan sin poder volar libres con ese viento, leyendo sus propios poemas.
Rimas asonantes que hacen al lector recordar cierta villa, rodeada por un inmenso trigal, que ya descuidan porque ya lo han olvidado. Una población que olvidó su propio pasado, su propia cultura y sus propias costumbres, culpando de sus pecados al estrés de una vida que en cualquier momento dejaría de ser vida, a la madurez y a la modernidad. Y no se imaginan el daño que se están haciendo a ellos mismos no dejando crecer los nuevos árboles de la tierra fertilizada por los anteriores, con las costumbres que siempre debieron haber arrastrado.
Algunas de esas sinalefas obligan a caer en el olvido cierta luna que no es luna, mas el inicio de una nueva temporada de las parcas. No hay vida en las frías calles, que ya ni la no-vida osa frecuentar, y las luces de hogares de gente que no es gente es lo más cercano asociable a una festividad.
Conforme se añaden poemas a la recopilación, más son los cuartetos mal contados, rimas que olvidan a las tónicas y donde la retórica que nace de la belleza del ser se desvanece. Poemas que no son sino palabras descoordinadas en nada semejantes a lo que solían ser. No obstante, bajo su propia vanguardia, el lector recuenta sus versos y los pretende transformar en un nuevo modelo fabuloso que nada tiene que envidiar al original, aunque quién sabe si eso podrá ser alguna vez real.
Ruegan así todas las luces que iluminan sus olvidadas vidas: “Allá de donde vengo, de donde las moiras escriben una biblioteca sin igual, de donde todos gozásemos restar, la luz se ha fundido. La llama de la vida, que caliente las consciencias de quienes ya se han lanzado a la lumbre, es tan solo un frío polar que anula la esperanza. Rememorad, por amor a vuestra propia vida, a vuestros ancestros, y de cómo ellos recordaban a los suyos con sus costumbres. En esta noche donde la nueva luna marca así un nuevo comienzo, iniciad una nueva existencia”.
Y sus ojos, todos sus ojos, abandonan a sus propios recuerdos; y de niños, visualizan, amenazaban a sus amigos con un terrible maleficio o un acuerdo dulce. Algo en sus adentros irrumpe el orgullo de su madurez y el estrés de su rutina, para volver a sus raíces, pues una corriente literaria no hace más que partir de una anterior.
El lector avanza algunos romances, y repentinamente ya no hay luz en el pueblo. O sí, pues un halo de fuego campa a sus anchas entre cirios y linternas, que bastante podrían recordar a la que él mismo usaba para leer. Los hogares abandonados los custodian manjares dulces y cremosos que algún ladrón disfrazado robaría ocasionalmente.
¿Y dónde están aquellos cuyas vidas ellos mismos ya habían olvidado? Recordando. Recordando mucho más allá de sus propias vidas, sino la de aquellos que ya escribieron punto y final. Huyeron todos a los campos, aquellos que otorgaron la vida tiempo atrás a ese burgo, y que ahora más que nunca la seguirá otorgando, sembrando entre el centeno el recuerdo.
Así todos participaron en un reclamo magnífico a las arcaicas parcas que cosechaban sus árboles, enmascarados tras todo tipo de atuendos, sábanas y maquillaje, tratando de parecer temibles, no fuera que los cosechasen a ellos también. Desfilan todos entre el trigo, cantando a capela quien sabe qué, acompañados de sus faroles, muñecos improvisados para la ocasión, he incluso horcas y hoces. El trigo radiaba luz y energía a su paso, tanto que llegó a su esplendor histórico y aclamó la atención de los que vivían bajo su suelo.
Guiados por los faroles y las velas, marchaban con ellos aquellos que no desfilaban desde épocas inmemoriales. El viento zarandeaba la cosecha instigado por nuevas rimas, tan modernas y tan puras que verdaderamente aclaraban los sentimientos de toda una nueva generación.
Y fue tanto el lucro que nadie pudo avistar los primeros albores de un cielo nuevo, una vida nueva y un año nuevo. De ahora en adelante todos allí abandonarían sus narrativas una velada al año según como siempre se ha hecho y como siempre se ha debido hacer, permaneciendo así el trigo más vivo que nunca.
Incluye una enciclopedia millones de definiciones polvorientas, de aquellas en desuso que caen en el olvido pero a algún elocuente se le ocurriría usar para rememorar tiempos mejores. El lector queda fascinado, porque de un mismo libro surgen cuantiosos otros, en un abanico desastroso que impide cualquier lectura placentera. Todos los libros desembocan sus desenlaces en los destinos de otros, que ven eclipsadas sus narrativas, como la de aquel huérfano tiempo ha.
Hablan las páginas de un infinito corredor de hospital, sin luz de ningún tipo, sin finales felices y sin vida. Pacientes, desesperados por una cura que les brinde su bienestar y siga escribiendo sus libros más allá de su final, encerrados en lóbregas habitaciones de miseria, siendo por siempre tratados por sus médicos. Su juramento hipocrático es claro, no dejarán a sus pacientes irse.
Digno de mofa, plantea el farol, que la eternidad se pueda llegar a sentirse sola. El infierno está vacío. Todas esas ánimas, ancladas a una última esperanza de recuperación, de volver a ser lo que eran y no ser olvidadas, mugrientos trozos de papel para quemar en la chimenea.
Tumbados en sus camas con su medicina intravenosa, automedicándose porque en verdad nadie los retenía allí más que su propia negación de lo innegable. “No. No, no no no. No. Hay una cura, un remedio, una solución. Tiene que haberlo, tiene que haber una forma de volver. No, no me espera el vacío del silencio, no”.
La ira suprime su razón, ese rechazo de la verdad, y en su defensa solo pueden acudir a la ira. “¡No, demonios, no! Mis vecinos me necesitan, mis amigas me necesitan, mi hijo… Por el amor de Dios, yo no me merezco esto, ¡no!”.
Un silencio y un primer reclamo de raciocinio acuden, e ingeniosos bajan la voz para recuperar sus pertenencias. “Seguro… Seguro que ha sido un error, mis páginas no pueden acabar así. No puedo dejar a mi hijo solo, es lo único que le queda, por favor, solo necesito una segunda oportunidad, algo para enmendar los errores del pasado, seguro que hay una manera, por favor”.
Y para cuando la razón retorna, tan real como su diagnóstico terminal, ven sus intentos en vano y abandonan. “Él, rondando las calles desamparado, y todo por mi culpa. Ya no hay nada que pueda hacer, sino esperar aquí, tumbada, a que el tiempo devore mi consciencia y mi recuerdo se apague con la última ascua de la vida”.
Y es aquí cuando las puertas deberían abrirse, y desfilar todos hacia el amanecer, pero ellos, todos los pacientes, son incapaces. No pueden desprenderse de su vida porque no pueden aceptar que están muertos.
Y así nuestro lector borra las últimas partes de la enciclopedia, pretende reordenar cada tomo al son del orden natural. Abriendo la tapa de su farol, infunde en la llama la voluntad de todos los soldados que, alegres y triunfantes, desfilan en los campos celebrando la vida de sus compañeros caídos. Así, la llama torna en llamarada que danza más allá los horizontes y los desiertos espectrales.
Por el pasillo del geriátrico marchan las flamas de los inocentes, los entusiasmados y los que se despiden con una sonrisa. Abren todas las puertas y ceden sus manos para un último momento de gloria. En su lecho de muerte, una madre abraza a su hijo con la fuerza de mil soles para que pueda continuar su glorioso camino, y reunirse en algún momento cerca del sol.
Y con la despedida de la luna llega la despedida de los que se tienen que marchar, abriéndose al final del pasillo las puertas a una eternidad de paz. Y la aceptan, la reciben con los brazos abiertos y la abrazan. Todo tras su negación, su ira, su negociación y su depresión, nace la aceptación, en algún lugar en ninguna parte donde leer los cuentos de mil vidas. Y el farol ríe, ríe en euforia porque todos leerían a través de él, y reescribirán todas las historias con su luz en la noche donde reina la muerte.