por LechugaNinja
Era una noche tranquila, templada. El cielo estaba despejado. No se veía ni una sola estrella y la luna menguante apenas iluminaba la noche. En una esquina de barrio, bajo la luz de un poste eléctrico, se encontraba un hombre fumando hierba, perdiendo su tiempo como en otras tantas noches. Se limitaba a ver a los pocos autos que había a esas horas pasar, mientras fumaba su porro. Mientras estaba absorto viendo a la nada, notó que un auto se detenía cerca de donde estaba. Era un Chevrolet de color negro del cual bajo un hombre vestido de traje. Le dijo unas palabras a quienes estaban dentro del auto antes de cerrar la puerta. El auto se fue después.
El hombre observó al trajeado con un poco de curiosidad. Era alto y bastante robusto. Las mangas de su saco se encontraban apretadas sobre sus voluminosos bíceps. Ese hombre metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó algo de ellos. Luego, miró a ambos lados y fijó su mirada en él. El trajeado se le aproximó. Con cada paso, él podía notar que ese extraño era más grande y más macizo de lo que pensó a simple vista. Cuando estuvo parado frente suyo, tenía que levantar mucho la cabeza para poder ver al trajeado; parecía un niño pequeño intentando ver a un adulto a la cara en ese momento.
—Ey —dijo ese gigante trajeado—. Disculpe, pero ¿tiene fuego?
El hombre necesitó un momento para poder procesar lo que dijo ese gigante, por el asombro que le provocaba su presencia y los efectos de la mariguana. Él rápidamente sacó su encendedor y se lo ofreció al gigante. Mientras encendía su cigarro, el hombre notó que sus manos eran de un color raro; de un color negro brillante. Cuando le devolvió el encendedor, sintió algo raro; sintió en el breve roce de sus manos la sensación fría de tocar una lámina de metal. El gigante le agradeció su generosidad y se fue caminando doblando la esquina.
El hombre aspiró otro poco más de su porro sin perder de vista a ese gigante. Con disimulo, se acercó a la esquina y espió. El gigante se encontraba cruzando diagonalmente la calle. Al otro lado de la calle había dos sujetos que estaban sentados frente a la puerta de una casa. Al ver al gigante aproximándose, estos se levantaron. Antes de que alguien pudiera decir algo, se escuchó como la carne y el hueso eran pulverizados. El sonido resonó por todo el barrio, mientras que la sangre de uno de esos hombres salpicaba la vereda y el puño levantado del gigante. Antes de que el otro individuo supiera qué había pasado, el gigante avanzó y lanzó otro puñetazo que partió su cráneo en mil pedazos. El hombre de la esquina al ver esto salió corriendo lo más rápido posible.
El gigante, el Señor Azul, miró con desprecio los cadáveres de esos hombres.
“Simpatizantes”, pensó mientras aspiraba el humo de su cigarro y observaba el tatuaje de sus cuellos, la imagen de la “bestia” grabada en sus carnes. Luego, tiró el cigarro a los restos de seso de uno de esos bastardos y rompió la puerta de la casa para ingresar.
Uno de los simpatizantes dentro de la casa escuchó los estruendos de la calle e intentó ver por la ventana lo que ocurría. Cuando vio el cadáver sin cabeza de sus compañeros, todo el color de su rostro desapareció. Cuando escuchó que la puerta de entrada era derribada, se sobrecogió del terror. Tras un segundo de pánico, fue hasta una de las mesas de la habitación y tomó la pistola que había sobre la misma. Al abrir la puerta del cuarto donde se encontraba, vio a otro de sus compañeros, igualmente armando, en medio del pasillo, apuntando. El simpatizante observó el final oscuro del pasillo, donde se encontraba el recibidor de la casa. Se escucharon unos pasos pesados y lentos viniendo de ese lugar. Estuvieron unos muy largos segundos expectantes con sus armas a que él… eso apareciera.
Una silueta se hizo notar entrando al pasillo. Su compañero disparó. El sonido de los disparos lo aturdió, pero vio entre los fogonazos a un monstruo que tocaba el techo con su cabeza y sus hombros cubrían todo el ancho del pasillo. Este monstruo caminaba de frente sin inmutarse ante los disparos, los cuales cesaron cuando la criatura destruyó el cráneo de su compañero. El simpatizante cayó al suelo espantado. El monstruo lo miró desde el pasillo con unos ojos sin alma que congeló su sangre. El simpatizante disparó su arma gritando en desesperación ante el monstruo que tenía frente suyo, pero fue silenciado rápidamente bajo el peso de su puño.
“Armas de fuego, qué patético”, pensó para sí el Señor Azul. “Unas simples balas pueden hacerle nada a mi piel reforzada con hierro y bronce santos. Ellos no pueden hacer nada para detenerme, ¡yo soy el ángel de la muerte del dios quebrantado y sufrirán mi ira!”.
El Señor Azul escuchó un sonido. Con calma salió de esa habitación y atravesó la casa hasta donde se había originado el ruido, la cocina. A simple vista no parecía haber nadie allí. Pero, él sabía dónde estaba. Apagó la luz. Dando unos pasos tan silenciosos que deberían ser imposibles para alguien de su tamaño y peso, se acercó a la mesa cubierta por un mantel que había en ese lugar. Levantando su mano, lanzó un golpe que destrozó madera y hueso. Por debajo del mantel, una línea de sangre empezó a correr.
Ese era el último simpatizante de la casa, pero aún faltaba algo. Le informaron que había seis objetivos: cinco pequeños y uno grande. El Señor Azul empezó a revisar la casa sin encontrar lo que buscaba. Se paró en medio de la última habitación y se preguntó: “¿Dónde estaba el-?”
Antes de poder terminar su pregunta, una mano salió por debajo del suelo y lo tomó de la pierna. Con una gran fuerza, tiró de él, destruyendo el suelo donde estaba parado y arrojándolo con gran violencia a una habitación subterránea. El Señor Azul necesitó un segundo para recuperarse de la sorpresa y poder orientarse. Vio que se encontraba en una especie de almacén secreto con muchas cajas de madera, junto con un equipo de comunicación al fondo de lugar. También, localizó a su objetivo.
En el Centro siempre ha existido una pregunta que parecía no tener respuesta: ¿Qué puede ser peor que un tiburón? Pero ahora él estaba frente a la respuesta:
Un tiburón comunista.
Era de esos escualidos bípedos, un tiburón martillo para ser exactos, tenía puesto un traje raro con una hoz y martillo cruzados sobre una estrella roja muy grande en el pecho. Era una imagen horrible para el pugilista.
El tiburón intentó pisarle la cabeza al pugilista, pero este logró esquivarlo, pararse rápidamente y poner algo de distancia. El Señor Azul se tomó un momento para quitarse el polvo del traje mientras él y su adversario se veían fijamente. Analizó el atuendo de su oponente. Dejando de lado el horrendo símbolo, pudo apreciar que esa era una pieza tecnológica bastante avanzada y dedujo rápidamente la función del artefacto: permitirle al tiburón respirar fuera del agua. Una tecnología que no podía permitir por su honor que siguiera existiendo.
Una vez terminada la contemplación, ambos guerreros avanzaron. El pugilista intentó terminar con el asunto rápido con un derechazo recto, pero el tiburón logró esquivarlo con facilidad y propinarle su propio derechazo.
El sonido del metal tras ser golpeado resonó en la habitación.
El tiburón no entendió la sensación que sintió al golpear. No lo sintió como carne y hueso, sino algo más duro. Igual, no tuvo mucho tiempo para reflexionar. El pugilista se preparó para lanzar su próximo jab. El selacio levantó los brazos para cubrirse. Salió volando contra una pared al recibir el golpe cargado con gran odio del humano. La bestia sintió como era arrollado por el más grande de los mamíferos, una ballena, al tener que recibir ese golpe. ¿Qué clase de humano era ese? Nuevamente, no tuvo tiempo para pensar, ya que el hombre avanzaba rápido para acabar con él con un puñetazo en la cara. Logró esquivar el ataque una vez más. El antebrazo del hombre se enterró en la pared. Era su oportunidad. Atacó con gran furia al humano; conectó al menos una media docena de golpes limpios. El humano liberó su brazo e intento dar un manotazo, el cual el tiburón esquivó. El escuálido decidió retroceder y tomar distancia.
“¿Qué tiene este humano? No se siente como otros. Es como si golpeara una gran roca. Debe tener algo encima.”, pensó el tiburón.
—Eres el primer humano del Centro con el que lucho que lleva armadura —le dijo el tiburón con una voz tan rasposa como su piel—. Debes de temerle bastante a mi fuerza si es que decidiste ponerte protección para poder enfrentarme.
El pugilista lo miró con desconcierto, y luego le respondió.
—¿Armadura? Te equivocas, bestia. Yo no uso esas cosas. Verás, yo rechacé mi carne y la reemplacé con metal. Mis brazos se mueven con fuerza mecánica, mi puño se cierra con poder hidráulico y mis nudillos cromados destrozan y parten el frágil hueso como si de cristal se tratase. Mi piel está revestida con hierro y bronce bendecido por el gran dios que fue quebrantado. Ninguno de tus golpes puede dañarme. ¡Yo no uso una armadura! ¡YO SOY LA ARMADURA! ¡MIS PUÑOS SON LA IRA Y LA VENGANZA FORJADA QUE TOMARAN TU VIDA, BESTIA COMUNISTA! —gritó el Señor Azul dejándose llevar un poco por su fanatismo.
El tiburón no entendió ni la mitad de lo que dijo ese hombre, pero no importaba. El hombre se abalanzó contra él. El humano lanzó un derechazo curvo que logró esquivar el selacio dando un paso para atrás. El pugilista iba a lanzar el siguiente ataque de su combo cuando vio a la cuchilla aproximarse. El filo de la hoja rozó su cuello cuando él retrocedió. La bestia atacó con su arma que había sacado de la nada varias veces, desgarrando su traje, mientras él esquivaba y bloqueaba con sus antebrazos. Detuvo un ataque que iba contra su cara con ambos brazos y se mantuvieron la presión cada uno.
“Claro, usa una hoz”, pensó el pugilista al ver el arma de su oponente, una hoz de mano hecha de piedra marina. "Es el paquete completo de tiburón comunista".
El Señor Azul rompió la presión, he hizo retroceder al tiburón. Ambos cargaron de nuevo. El tiburón lanzó un tajo que cortó el aire. El pugilista se había inclinado y agarrado a su enemigo, derribándolo. En el suelo, el humano tuvo la ventaja. Sin mostrar piedad, empezó apalear al tiburón. Golpeó con una furia continua el rostro de la bestia hasta el punto que ya no estaba golpeando su cara, sino el suelo debajo de ellos.
Una vez finalizada la pugilización, el Señor Azul se levantó y se arrancó su camisa y saco rotos y cubiertos de sangre. Dejó al descubierto su piel recubierta por el negro y bronce metálicos. Partes de sus brazos y espalda finamente forjadas se abrieron, permitiendo a la máquina enfriarse tras esa ardua batalla.
“Era más rápido de lo que parecía”, pensó mientras veía el cadáver de la bestia. Fijo su mirada en su traje, el que le permitía estar fuera del agua. Era un problema grave. Si esas cosas las lograban masificar, significaría que sus rivales más difíciles, los tiburones bípedos, ya no estarían limitados por el medio acuático y podrían salir a la superficie. Seguramente en esas cajas estaban los materiales para hacerlos o los trajes mismos, por algo tenían a un tiburón custodiando en lugar. Todo eso tenía que ser destruido.
“Un rojo pintado de rojo. Muy adecuado”, pensó con ironía al ver el cadáver ensangrentado del tiburón comunista. Mientras se reía solo, notó algo raro. En un espejo que había allí vio algo raro en su reflejo. Él se acercó para observar más detenidamente. Vio que, sobre su pecho laminado, además de algunas marcas de rajones hechos por el arma del tiburón, había algo escrito con marcador en letras mayúsculas: FUCK MACHINE.
—Hija de puta —dijo al ver esa “broma de mal gusto” que mancillaba su cuerpo santo— ¡¿Cómo mierda me quito esto?!
Unos minutos más tarde, una patrulla llegó al lugar a causa de las llamadas de varios vecinos y se encontraron una escena horripilante.
—Mierda ¿Qué paso?
—No sé, pero es horrible.
Los oficiales de policía discutían cuando vieron los cuerpos con la cabeza explotada en la calle.
—Avisa a la comisaría. Diles que hay muertos y que-
El oficial no pudo terminar lo que estaba diciendo debido a la aparición del gigante de hierro y bronce que abandonaba la casa, dejándolos boquiabiertos.
—Buenas noches —les dijo el gigante.
Una explosión ocurrió dentro de la casa, rompiendo los cristales cercanos y arrojando a los oficiales al suelo. La garrafa de gas que dejó abierta hizo contacto con el encendedor que dejo encendido adentro.
—Adiós, oficiales —les dijo el gigante mientras se iba con tranquilidad de la escena.
—¿De qué te ríes? —le preguntó el conductor a su acompañante.
—De nada —le respondió la Señora Verde, la cual se reía de su travesura al Señor Azul.
—Mmm… —gruñó el Señor Rojo al escuchar la respuesta de su compañera.
Iban por las calles desiertas en el Chevrolet, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Mientras que la mente de la Señora Verde vagaba en trivialidades, el Señor Rojo solo podía reflexionar sobre la parte de la pugilización de esa noche que le había tocado. La Señora Verde iba a pulgilizar al grupo principal de los simpatizantes, el Señor Azul ya debe estar o ya habrá pugilizado al tiburón, y a él le tocó encargarse del traidor, un desertor que se unió al enemigo. Ya era un desafío enfrentarse a un tiburón, pero un humano entrenado por el Centro era igual o más peligroso que lo primero. El Señor Rojo sentía que su maestro le estaba poniendo las misiones más difíciles a propósito.
Llegaron al destino de la Señora Verde, un almacén donde los simpatizantes se esconden con material que debía ser destruido.
—Aquí es ¿Estás lista?
—Obvio, mi amor.
—Mmm… Que no te maten.
—Claro, cariño ¡Nos vemos luego!
La Señora Verde bajó del auto. El Señor Rojo vio como ella se aproximaba a la fachada del edificio y, como si del hombre-araña se tratase, empezó a escalar la pared hasta llegar al techo y desaparecer. El Señor Rojo se fue poco después. No quería llegar tarde a su cita.
El traidor estaba en un complejo de departamentos de cuatro pisos, casi en la periferia de la ciudad. Pobreza e inseguridad se sentía en el ambiente. El lugar perfecto para que un malnacido se oculte. El Señor Rojo bajó de su auto e ingresó en el complejo para buscar a su presa. Subió unos dos pisos para llegar al departamento 23. Se arremangó las mangas de su campera e hizo crujir sus nudillos.
“Hora de cumplir la misión.”
Derribó la puerta de una embestida e ingresó rápidamente en el lugar. Si no quería perder el factor sorpresa, tenía que localizar rápido al traidor y golpearlo.
El primer cuarto, el recibidor y cocina estaban vacíos. Debía de estar en otro cuarto, el dormitorio seguramente. Antes de que el Señor Rojo decidiera para qué lado girar, notó algo en el piso. Era algo pequeño y de color oscuro, y rectangular. Con los pocos detalles pudo reconocer el artefacto. No pudo huir antes de que cinco minas claymore que apuntaban hacia él explotasen, haciendo temblar todo el edificio.
Mientras que cientos de perros ladraban a causa del estruendo, un hombre salió de uno de los departamentos vecinos. Ese hombre poseía una musculatura de un peleador de peso pesado e iba vestido como un guerrillero comunista. Avanzó con mucha tranquilidad hacia donde había ocurrido la explosión. Se encontró que el departamento había sido completamente destruido. El tercer y segundo piso habían caído sobre el primero, y estos tres juntos sobre la planta baja.
En el pasillo se encontró con los restos mutilados de un hombre, mandado a volar por la explosión. Lo que quedo de quien habían mandado para que lo asesinaran, o “pugilizar” como decían esos idiotas. No quedaba mucho de él. Medio torso, la cabeza y un brazo.
—Perdón por no darte una pelea digna, pero pelear de frente como descerebrado ya no es de mi gusto —dijo el traidor al cadáver.
Este tomó la cabeza para ver el rostro de quien habían mandado. Había perdido la mandíbula, la lengua le colgaba, y le faltaba un ojo, pero notó que era alguien joven.
—¿En serio? Que falta de respeto —se dijo al ver que era un novato. Él sentía que al menos merecía que mandaran a un veterano o a un equipo de profesionales para que lo matasen.
De repente, el único ojo del cadáver lo miró directamente, asustándolo. Luego, el muerto le dio un puñetazo en la cara con su brazo sobrante, tirándolo para atrás. El traidor estaba atónito de lo que había pasado ¡Un muerto lo había golpeado! Vio al cadáver, el cual tenía la mirada fija en él, con deseos de matarlo. Para su fortuna, el piso se derrumbó, llevándose a esa cosa y enterrándola en escombros. El traidor supo que tenía que irse de ese lugar rápidamente.
Bajo rápidamente las escaleras y salió a la calle donde los vecinos se acercaban para ver lo que había ocurrido. Una nube de polvo cubría el ambiente donde las personas asustadas se arremolinaban. Algunos intentaron preguntarle si estaba bien, pero él los apartó de su camino. En un momento, escuchó que alguien gritaba “¡Aquí hay alguien!”, para luego convertirse en un grito de miedo y terror. Eso le hizo darse media vuelta y verlo.
No habían mandado a un novato. Habían mandado a un monstruo.
Ese cadáver se había convertido en una abominación de carne despellejada. Sus extremidades faltantes habían crecido rápidamente gracias a la bendición de Ion, permitiéndole levantarse nuevamente. Se quitó los escombros que lo cubrían como si nada gracias a su nuevo brazo desproporcionalmente grande que creció en reemplazo del que perdió. Al ver a su objetivo, su presa, el Señor Rojo lanzó un grito horripilante con su boca aun sin mandíbula. Todos los civiles huyeron aterrados.
—¡¿Quieres pelear?! ¡Te daré pelea monstruo! —gritó el traidor, poniéndose en guardia.
El Señor Rojo se abalanzó sobre él como lo haría una bestia y conectó un golpe con su puño mutante sarkico al traidor. Este salió volando varios metros hasta ser detenido por las rejas de una casa. El monstruo de carne intentó rematarlo en el suelo, pero el traidor había servido en el Centro por décadas, no iba a ser una pelea corta y sin resistencia. Él pudo esquivar, pararse y contraatacar en tiempo récord al monstruo. Los puñetazos del desertor destrozaron el cráneo del Señor Rojo en un perfecto uno-dos-tres, pero eso no importaba. Levantó su brazo mutante y lanzó un golpe al aire.
El desertor era un experto pugilizador. Aun ante el ataque bestial de un monstruo que masacraría escuadrones completos de expertos en la lucha contra lo paranormal, él podía mantenerle el ritmo y darle una paliza. Él sentía que sus puñetazos destrozaban al monstruo, casi igual como lo haría unas bombas. Aunque los golpes que había recibido en su intercambio le hacían temblar las rodillas, sentía que podía ganarle.
El monstruo lanzó un puñetazo con su brazo más normal, el traidor lo esquivó y se preparó para darle un puñetazo que lo decapitase. Pero fue interrumpido por un golpe en las costillas, fracturándolas.
“¿Qué es la humanidad?”
No entendía que había pasado ¡¿Cómo lo había golpeado?! Al retroceder un paso y ver a su oponente vio lo que había pasado. Un nuevo brazo le había crecido, más largo de lo normal, por debajo del otro.
“La humanidad es lo que tienen los humanos.”
Los cambios que había sufrido esa abominación no terminaban allí. Pudo ver que se aproximaba un jab a su cara de un puño que nacía desde arriba del hombro. No pudo esquivarlo.
“Los humanos se enfrentan a los tiburones para salvar al mundo.”
El traidor solo podía cubrirse de los nuevos cuatro brazos que le habían crecido a ese monstruo.
“¿Los humanos necesitan de la humanidad para poder enfrentar a los tiburones?”
Esos brazos lo hostigaban sin parar, atacando a la vez, destrozándolo y desgarrándolo.
“No. Los humanos no necesitan de la humanidad para luchar contra los tiburones.”
Con sus brazos medios, el monstruo tomó los del traidor y lo obligó a abrir su guardia.
“Los humanos solo necesitan de la fuerza para enfrentar a los tiburones ¿Qué importa si pierden su humanidad en el proceso?”
Una golpiza bestial comenzó. Con los brazos inferiores golpeaba sin detenerse todo el tronco y pecho del traidor, rompiendo sus huesos y órganos varias veces.
“¡Mientras que el tiburón sea golpeado, nada más importa!”
Con brazos superiores molía la cara del desertor, buscando dejarlo desfigurado.
“¡MIENTRAS QUE EL TIBURÓN SEA GOLPEADO, NADA IMPORTA!”
Al final, la monstruosidad soltó a su presa y esta cayó de rodillas, con el cuerpo cubierto de su propia sangre.
—Mo… tuo… —apenas pudo decir con su rostro hinchado y desgarrado, cubierto de sangre y con apenas dientes.
El Señor Rojo le dio un puñetazo que reventó su cráneo con su brazo mutante.
Una vez finalizada la batalla, el monstruo se tomó un momento para cerrar los ojos y respirar. Con cada inhalación, enfocaba su mente en cada movimiento de cada músculo necesario para poder realizar esa acción. Sintió que cada célula de su carne gritaba de dolor y cansancio por el combate; sintió como su cuerpo pedía más sangre ante el éxtasis de la victoria. Con cada exhalación, dejaba que todo el dolor, todo el cansancio, todos los pensamientos negativos se disiparan como el aire que salía de sus pulmones. Inhaló y exhaló varias veces hasta que su mente pudo estar en calma como un estanque. Solo en ese momento, abrió los ojos.
Lo primero que vio fueron las varias patrullas, camiones de bombero y ambulancias que habían llegado al lugar para socorrer a los heridos. Los oficiales de policía le apuntaban con sus armas con gran fuerza y la cara llena de sudor.
“Okey… Estoy jodido”, pensó el Señor Rojo.
Sin saber qué hacer ante tal situación, hizo lo único que se le ocurrió: Levantó sus seis brazos en el aire. Los oficiales no tenían ninguna idea de cómo deberían proceder a tal evento singular.
Así permanecieron por un minuto entero. La policía apuntando sus armas contra una abominación de carne que masacró a una persona de manera horrible, y la abominación de carne que mantenía sus manos en alto a la espera de alguna indicación. En un momento, el Señor Rojo notó su auto a unos pocos metros detrás de él.
Él, calculando todos los riesgos en fracciones de segundo, dio un pequeño y lento paso hacia atrás. Luego otro paso, y luego otro más, acercándose lenta pero seguramente al auto. Cuando estuvo a lado de la puerta del conductor, uno de sus brazos inferiores se acercó a la manija de la puerta.
—¡ALTO! —gritó uno de los policías.
El Señor Rojo se quedó paralizado a mitad de camino. Volvió a calcular todos los riesgos en apenas un segundo. Abrió la puerta. Uno de los oficiales disparó, nadie estaba seguro de quien, pero el disparo terminó rompiendo la ventana de una señora y dejando un agujero en su pared. El Señor Rojo se agachó por el susto y rápidamente entró al auto. El resto de los oficiales empezaron a disparar por el caos generado, mientras que el Señor Rojo intentaba coordinar sus seis manos en pánico para encender el auto mientras le disparaban.
El Señor Rojo logró encender el auto y pisó el acelerador. Terminó chocando contra una ambulancia. Hizo retroceder el auto y rodeó el vehículo, huyendo de la escena. Los oficiales, sin dar crédito a lo que acababan de ver, informaron que el monstruo estaba en fuga y que iniciaban una persecución. No duró mucho dicha persecución, ya que el monstruo había abandonado el auto a unas tres cuadras de la explosión y huido a pie. A pesar de los esfuerzos de la policía y los agentes infiltrados de la Fundación, no pudieron localizar a la entidad.
—Amigo ¿Qué te pasa?
—No sé… Me siento intranquilo. Tengo como esté mal presentimiento desde hace rato.
—Ya, cálmate. Ve, busca una cerveza. Yo iré a ver cómo están los otros.
Su compañero simpatizante lo animó mientras se retiraba doblando por detrás de las cajas del almacén.
“A lo mejor le hago caso. Me estoy haciendo la cabeza sin motivo”, pensó el simpatizante.
Escuchó un grito. Venía de donde se había ido su compañero. Luego, el sonido de la carne siendo golpeada repetidas veces. El simpatizante sacó su arma y apuntó con temor hacia la oscuridad. Llamó unas cuantas veces a su compañero sin recibir respuesta mientras se aproximaba hacia donde había venido el grito. Cuando estaba por doblar, una mano apareció y le quitó con facilidad su arma. Retrocedió unos pasos y vio al intruso. Una mujer con calzas y sostén deportivo, descalza y con las manos cubiertas de sangre, lo miraba con una sonrisa malvada mientras agitaba su arma frente suyo. El simpatizante intentó huir para alertar al resto del intruso, pero un fuerte golpe en la nuca rompió sus cervicales, cayendo pesadamente al suelo.
En otro lugar del almacén, el desconcierto reinaba.
—¿Qué fue eso?
—No sé. Algo anda mal.
—Que alguien vaya a revisar.
—Ni loco voy solo. Así es como mueren los primeros en las películas.
Los simpatizantes discutían intentando decidir qué hacer. Había casi una decena de hombres, algunos armados con armas de fuego y otros blancas. La Señora Verde tenia una gran fuerza en sus golpes como todo miembro respetable del Centro, pero carecía del poder destructivo absoluto como el que tenían el Señor Azul y Rojo. Ella podía quitarte todos los dientes fácilmente, pero no podía hacer que una cabeza explote como si de un globo de agua se tratase. El tener que enfrentar a todos esos simpatizantes era una tarea que no quería hacer, no porque no creyera que no podía ganar, sino porque sería mucho esfuerzo enfrentarlos todos a la vez.
A pesar de ser una pugilista, no era fan de las peleas a pecho descubierto. Por eso ella tenía sus trucos. Le dio un vistazo a su retoño. Ya había crecido bastante consumiendo los nutrientes del cuerpo del simpatizante y daría sus primeros frutos en un minuto. La Señora Verde sonrió.
Los simpatizantes seguían discutiendo sobre qué hacer hasta que de la nada algo voló desde la oscuridad hasta ellos. No pudieron ver bien que era, pero parecía una fruta rara bastante grande. La fruta voló hasta chocar con el suelo en el medio de los simpatizantes y explotar, derribándolos y haciendo que gritasen de dolor. La fruta había lanzado sus semillas como si de metralla se tratase, enterrándolas profundamente en la carne de los simpatizantes.
—¡¿Qué fue eso?! ¡¿Qué fue eso?! —gritaba uno de los simpatizantes.
—Eso era una fruta de Hura crepitans, también llamado muy apropiadamente como “árbol dinamita” —le respondió la Señora Verde, sosteniendo una fruta explosiva en su mano—. Ese árbol puede deshidratar sus frutos de manera extrema, haciendo que exploten al caer o al mínimo contacto. Con un poco de magia, puedes convertirlas en granadas de mano.
La Señora Verde le hizo una demostración, arrojando el fruto cerca de sus compañeros. Al caer, explotó liberando cientos semillas letales contra los hombres heridos.
—¡PERRAAA! —Gritó el simpatizante intentando levantar su arma para matar a esa mujer, pero un fuerte dolor la paralizó.
Ese hombre vio con horror como una planta crecía sobre su piel. Sentía como las raíces se adentraban debajo de su carne, tocando sus nervios y causándole un dolor inimaginable. Esto no solo le ocurría a él, sino a todos sus compañeros que fueron heridos por las frutas explosivas.
—También puedo hacer que hagan eso ¿Duele, verdad, bastardo coje-selacios? —le dijo la Señora Verde agachándose junto al simpatizante, apenas pudiendo respirar por el dolor— Descuida, voy a hacer que deje de doler.
La Señora Verde levantó el puño para rematar al hombre, pero, de manera instintiva, esquivó el tajo que se dirigía hacia su cuello. Dio un salto hacia atrás y vio a su atacante. Un simpatizante que portaba una catana.
—Maldita bruja —le dijo el de la catana.
—Yo solo quería librarlo de su sufrimiento —la Señora Verde intentaba pensar en una estrategia para evitar el filo de esa espada—, pero ahora va a agonizar por un minuto o dos hasta que la planta se beba toda su sangre.
—¡MUEREEE! —gritó el espadachín y se abalanzó con la espada en alto.
El simpatizante lanzó varios tajos que la Señora Verde esquivó con facilidad hasta encontrar una apertura. Cuando vio que quería levantar una vez más la espada sobre su cabeza, dio un paso rápido la pugilista y enterró su puño en su hígado. Un golpe lo dejó Knock Out. La espada del simpatizante se resbaló de sus manos mientras se derrumbaba en el suelo. La Señora Verde se preparó para rematarlo, pero un grito la distrajo. Al voltearse, vio como otro simpatizante se abalanzaba hacia ella. Él intentó realizar un derribó, pero ella se agachó y lo recibió. Al principio el simpatizante tuvo una ventaja en la lucha, haciendo retroceder a la pugilista, pero pronto la perdió. Ya no fue capaz empujarla. Sentía que estaba empujando contra el tronco de un árbol milenario. Y no estaba tan equivocado. La Señora Verde había echado raíces desde la planta de sus pies y se enterraron en el cemento. Un truco que le permitía escalar en vertical sobre una superficie liza o anclarse en un sitio sin que nadie sea capaz de moverla.
La Señora Verde llevó para abajo suyo la cabeza del simpatizante y empezó a golpear con furia las costillas y espalda del hombre. Con cada golpe que daba, una costilla era destrozada. Así dio varios golpes, hasta que la atacaron por detrás. Un tercer simpatizante salió de la nada y la golpeó en la nuca con un tubo, aturdiéndola. Con salvajismo, ese sujeto la siguió golpean con su arma. Con un grito furioso, la Señora Verde le arrojó al segundo simpatizante contra el tercero.
La pugilista empezó a respirar exhausta por el exigente combate. Vio que las únicas personas que quedaban vivas eran ella y esos tres simpatizantes. El de la espada se había recuperado e intentaba levantarse apoyándose en su catana. El del derribo, a pesar de las heridas, aún parecía capaz de pelear, siendo ayudado por el del tubo a levantarse. Esto era lo que ella no quería, tener que pelear con varios a la vez. Pero no le quedaba otra opción que ponerse seria.
—¡Malparidos —declaró con enojo y cansancio la Señora Verde, con espinas creciendo sobre su piel y preparando su ataque—, les voy a romper el orto!
Rápidamente, la Señora Verde avanzó hacia el segundo y tercer simpatizante. Estos la esperaban con la guardia en alto, pero esta fue rota cuando una raíz salió del suelo y atravesó el pie del simpatizante del tubo. Sin desperdiciar el tiempo, la pugilista conecto un uppercut a la mandíbula del tercer simpatizante, rompiéndola en tres partes. Luego continuo con un combo contra el segundo simpatizante que terminó en un gancho contra las costillas que le había roto antes. Ambos sujetos quedaron en el suelo sangrando y sufriendo.
El simpatizante de la espada se levantó e intentó cargar contra la Señora Verde, pero a mitad de camino cayó al suelo. Un dolor agudo se originó de uno de sus tobillos; teniendo que morderse la lengua para no gritar. Al revisar vio como una raíz había atravesado su tobillo derecho como si una estaca se tratase. Antes de que pusiera pensar en una solución, sintió como varias agujas se clavaban la mano que sostenía la espada, teniendo que retener otro grito. Al voltear la cabeza, observó como su mano estaba retenida bajo la pesada pisada de la pugilista.
—Ya están muertos —declaró la Señora Verde—, mi látex tóxico ya está en su sistema.
El simpatizante no entendía a que se refería hasta que vio a sus compañeros, quienes sufrían de convulsiones a unos metros. Luego pudo notar que por toda la pierna de esa mujer crecían espinas negras. Sintió en ese momento los primeros efectos de la neurotoxina. Su cuerpo se paralizó y era incapaz de respirar. Intentó gritar, maldecir a esa zorra psicópata golpea-tiburones, pero no podía, el aire no salía de sus pulmones. Su sufrimiento no duró mucho, ya que el puño de la pugilista le quitó la conciencia y, tras un segundo y tercer golpe, la vida.
—Ahhh —suspiró la Señora Verde recostándose contra el pequeño arbolito que crecía sobre uno de los cadáveres de los simpatizantes.
La Señora Verde admiró su obra. Los cadáveres asesinados por métodos aberrantes y siendo devorados por plantas diabólicas.
—Realmente soy la peor pugilista que puede haber —reflexionó pensando en sus métodos de combate.
El arte de la fitomancia no combina muy bien con la pugilización. Eso le había ganado el desprecio de muchos otros miembros del Centro. Solo podía socializar tranquilamente con el Señor Azul y Rojo, los otros dos “aberrantes” del Centro, y, por supuesto, el maestro.
—¡Ahhh! —se quejó la Señora Verde— ¡Quiero coger!
Aunque sus costumbres y “apetitos” también le habían generado una mala fama de promiscua.
—¿Cómo les estará yendo a esos dos? —pensó en voz alta.
“Sebastián ya debió de haberse encargado del tiburón y Jacki debe de estar golpeando al traidor. Ahora, yo debería de estar quemando todo este lugar. Qué paja”, pensó con flojera Ana. Luego recordó la broma que le había hecho a Sebastián. Recordó ese gran pecho forjado por seguramente los propios dioses y salivó. Luego, bajó la cabeza abatida y gritó:
—¡¿Por qué los lindos siempre son gays?! —permaneció un minuto más sin hacer nada bajo el arbolito del cadáver— Y luego el otro que no me da bola. Y… Suficiente de hacerse la paja. Hora de trabajar.
La Señora Verde se paró y empezó a revisar el lugar en búsqueda de gasolina. Una hora más tarde, la Señora Verde abandonó el almacén mientras el humo salía por las ventanas. No había encontrado gasolina, pero si mucho cartón y papel, y aceite de motor muy inflamable. Eso junto con los cadáveres resecos harían un buen fuego que destruiría lo que sea que tuviesen allí adentro. Ahora, que había terminado, podría pasar por un quiosco y comprar una cerveza para celebrar una misión cumplida. Pero no tenía dinero encima. La próxima vez se dijo.
Mientras se iba del lugar, Ana se preguntaba qué tan bien les había ido a sus compañeros.