Navidad en el Sitio-34
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¿Que qué es este libro? Oh, qué bien que lo preguntas. Esta es una historia sobre personas habían olvidado cómo celebrar la Navidad. Sus corazones ya no sentían el calor de la convivencia por estar atrapados en cuatro paredes de concreto. ¿Que si te la puedo contar? ¡Pues claro!, jo, jo. Ni preguntar hacía falta. ¿Cómodo? ¿Ya tienes galletas? ¿Pusiste la bota en la chimenea y tu carta en el pino? Pues bien, entonces, pon mucha atención, que está es la historia de cómo el Sitio-34 celebró la Navidad.

Era víspera de Navidad, lo que significa que el ambiente en el Sitio-34 estaba más animado de lo habitual; bastante, a pesar de que no se hacía gran cosa, «para mantener focalizado al personal en lo importante», se decía. Todos los trabajadores se reportaron para cumplir con su importante labor sin importar si era festivo; los nuevos estaban especialmente afligidos por estar lejos de sus familia, pese a esforzarse en ocultarlo. Sin embargo, a Ariel, una de los cientos de trabajadores del Sitio, no podía importarle menos. No porque fuera una máquina carente de sentimientos, sino que su convicción en proteger a otros le hacía descuidar lo social de su persona. Pensándolo bien, creo que sí podría tener algo de máquina, en el buen sentido, claro está. Así inició su día, con férrea profesionalidad, aunque con un resfriado que le tapaba la nariz, restándole puntos de autoridad por su voz ronca. «Maldita calefacción, otra vez falló», se dijo.

El Director ya había dejado en claro, a lo largo de los años anteriores, que la parafernalia utilizada para la festividad no iba a ser sorprendente. «Nuestra prioridad es proteger a otros de lo que desconocen. Somos mártires que no serán santos», a veces comentaba. Llegó a bromear que se haría una apuesta entre los que tuvieran alopecia y barba para encontrar al Papá Noel, el primero. Lo que no era una broma, pese a que quería hacerlo parecer como tal, fue su comentario sobre comer pizza a la media noche.

El panorama que se presentaba frente a Ariel al salir de su cuarto, desafiaba toda la palabrería de años anteriores: las paredes tapizadas para aparentar ser de madera; techos de los que colgaban series de luces navideñas; un suelo que no tenía ese color blanco aséptico característico del azulejo, sino que era duela de madera. Por un momento, se preguntó cómo se logró tal cambio, hasta que recordó en dónde estaba. «¿Dónde habrá quedado esa prioridad de la que tanto se jactaba?». Tampoco era que le molestase demasiado, pues era bastante acogedor. Algo le olía… mejor, le parecía raro de todo ello, aunque no le dio muchas vueltas al asunto.

Lo primero fue a tomar su desayuno. Aquellos con los que se cruzaba tenían una expresión de alegría discreta, pero visiblemente profunda, y la cordialidad era demasiada, tanta que llegaba a ser incómoda. El ambiente no había acabado al llegar a la cafetería. Por sus rostros, Ariel pudo darse cuenta que todos disfrutaban particularmente la comida. Los desayunos habituales no es que fueran malos; pero esa mañana, se notaba que habían puesto esmero en lo que hacían. Un par de panes tostados, uno de huevos estrellados, un poco de bistec y guarnición a elección; también había café artesanal y chocolate caliente. Aquello pudo conmoverla, lo suficiente como para sentirse un poco mareada. «Mamá…».

Tras haber iniciado adecuadamente el día, empezó sus labores. Primero fue al Archivo por unos registros para las pruebas programadas al mediodía. Grande fue su sorpresa al ver que no había nadie, o eso pensaba. Estuvo gritando, tocando la puerta y usando la campanilla que, por fin, alguien apareció; levantándose del suelo, con el rostro babeado, uno de los encargados la atendió. Ariel tuvo la impresión de haber visto un gas denso que se resbalaba del cuerpo del chico a medida que se ponía de pie.

«¿Linda siesta? Voy a repor…».

«Y que lo digas. Pensé que me lo merecía; después de todo, hoy es día de descanso», dijo arrastrando un poco las palabras, mientras sostenía una sonrisa tensa.

Razonablemente, Ariel estaba irritada por tal actitud despreocupada. Le arrebató los papeles sin mediar palabra con él. «Definitivamente lo van a despedir». Inhaló y exhaló. Los pasillos allá a donde fuese rebosaban de gente. Se preguntaba de vez en cuando si siempre había esa cantidad de gente en las instalaciones; luego comenzó a incomodarse, pues no dejaba de ver personas por doquier. En un momento, por el rabillo del ojo, vio una sombra que no le quitaba la mirada, pero al voltear, nada. Redobló el paso para llegar a su Departamento. «¿El resfriado me está afectando? Necesito preguntarle a alguien si no nota nada extraño».

Vacío. Nada. Aquellas oficinas estaban abandonadas, ni siquiera habían encendido las luces. Comenzó a buscar en todos lados ya con iluminación: baños, salas de reunión, incluso en los cubículos con puerta. Sola, realmente sola. Unos escalofríos comenzaron a subir por su dorso, estremeciéndose ligeramente. «¿Qué le pasa a todo el mundo?, todos están tan… raros. Algo no encaja», reflexionaba ensimismada. No se había percatado de que alguien se le aproximaba.

«¿Quién está ahí? ¿Hola? Tierra llamando a… eh, ¿cómo se llama?».

«Es usted… sí, esa voz… ¿Vander?, ¿Luisa Vander?», se limitó a contestar Ariel, todavía reflexiva.

«Así es, ¿ya nos habíamos conocido? Oh, bueno, lo que importa…».

«También lo notó, ¿no es así?», preguntó con viva esperanza, creyendo no ser la única en sus cinco sentidos. «Me refiero al comportamiento raro de los demás; perecen consumidos por una enfermedad de optimismo decembrino o algo así».

«No quiero ofenderle, eh… todavía no sé su nombre, pero el caso es que lo único raro que noto es su actitud». Un hombre se acercó, rodeándole el cuello con un brazo. «Ay, Andrés, mira que no es el mejor momento; mi amiga parece algo sobresaltada y quería hablar con ella. Como sea, lo que hacía por aquí era invitar a todos a reunirnos para la comida-cena. Órdenes del Director. ¿Irá?».

Le respondió con un sí, aunque no lo fuera a hacer. La pareja se retiró, cuchicheando entre ellos, con júbilo. Se sentó en el suelo un momento y comenzó a reflexionar. Estaba claro que ella no se caracterizaba por ser un alma festiva, y que no prestaba mucha atención a la actitud de los demás en esas fechas, así que comenzaba a dudar si realmente estaba mal lo que pasaba. Un diálogo nació de su interior.

«¿Y lo cuestionas? Claro que esto no es normal. No se necesita ser una genio para percatarse de eso».

«¿Ahora qué debo de hacer? Me pongo de pie, ¿y después? ¿Salgo? ¿Me quedo? ¿Investigo? Rayos, ni siquiera comprendo por qué yo estoy bien, tampoco sé si hay otros en mi situación. Maldita sea, no soy capaz de pensar si esto es aislado o afectó a lo que hay fuera de estas instalaciones».

Por primera vez, se sentía abrumada, sometida, desesperada por no tener el control de la situación en sus manos. Ni siquiera aquellos que eran vistos como la crème de la crème lograron soportar lo que sea que haya pasado. El sonido de la electricidad que pasaba a través de los tubos fluorescentes le acongojaba y recordaba que no había nadie más ahí; fue como una sentencia de soledad. Comprendió que nada de lo que hiciera bastaría. Una aguja en un pajar tan inmenso como el mismo mar. Insignificante. Su nariz se destaponaba y poco a poco podía respirar mejor.

Estuvo tanto tiempo sentada en silencio, reflexionando, ahogándose cada vez más en ese pajar; tal vez fueron horas, o minutos, o algo así como una eternidad. Se puso de pie y comenzó a caminar, dando tumbos. Su espíritu estaba quebrado. Además, ¿qué importaba si se contagiaba de lo mismo que los demás? Al fin y al cabo, se podía ver que estaban disfrutándolo y nada malo, hasta donde sabía, estaba sucediendo. Deambulaba por los pasillos apoyada por las paredes. Dejaría que sus pies la llevarasen a donde desearan, sin oponerse.


«Así que fuiste tú el que perdió la apuesta». Su voz apenas era audible, con rastros melancólicos. «Te queda bien el traje de Papá Noel, Santarrosa». Sonrió ligeramente, casi de inmediato, como si fuera un reflejo, y tal como apareció, se esfumó la mueca.

Tenía Santarrosa en sus manos una urna con un polvo negro que desprendía un humo negruzco, tan denso que se podía cortar perfectamente.

«Te veo un tanto decaída, pero no temas, que tengo la solución aquí. ¿Sabías que el incienso puede ayudar a relajar y aliviar la mente?».

Claro que lo sabía, así como había comprendido la peculiaridad que la protegió gran parte del día. Sin más dilación, aspiró hondamente aquella bruma de aspecto repulsivo. Ciertamente parecía incienso, cálido, ahumado, empalagoso, pero había algo que no cuadraba…


Aquella noche era hermosa, sí, ciertamente. Hermosa decoración, hermosas personas, hermosa reunión. Todos se encontraban dispersos en la cafetería, cada uno en una mesa con su grupo. La palabra júbilo se queda corta para describir el ambiente presente. Era abundante la comida, naturalmente, pues no hay fiesta sin un banquete a la altura. Los sonidos de los utensilios chocando cada tanto con los platos inundaban el lugar, tanto como lo hacían los exquisitos aromas que desprendía cada platillo. No había espacio que no estuviera infectado con tan alegre padecimiento: pinos, trineos, luces a montones, vaya, incluso una chimenea con montones de botas colgadas.

Cada mesa era digna de ser fotografiada y enmarcada por ser bella postal. Por ejemplo, estaba la mesa con los del Departamento de Anarte, de personalidades muy variopintas, pero con la constante de los lentes en la mayoría de sus integrantes. Le estaban cuestionando a una chica algo menuda de cabello trenzado sobre un incidente, a lo que se limitó a responder «Ahh, ehhh…», sacó la lengua algo burlona y simuló que se pegaba la cabeza con ambas manos. Muy caricaturesca la situación. También estaban los especialistas en contención. Vaya que no se contenían al momento de ir a la barra de alimentos, pues fueron los segundos en formarse. Los primeros fueron los Agentes de campo, quienes se abalanzaron sobre los platos. Se puede comprender su hambre, aunque, punto y aparte, era sorprendente ver la cantidad de indumentaria estrafalaria. Había uno con un casco verde que se abría de forma curiosa. O también los del Departamento de Archivo, que no paraban de beber café como si no hubiese un mañana. En fin, que en cada mesa podías observar lo especiales y particulares que eran cada uno de los trabajadores.

Como los asientos estaban contados, se podía afirmar que faltaban dos personas al ver que había, justamente, dos lugares desocupados. No tardaron en llegar. Santarrosa Claus entraba acompañado por Ariel, quien no dejaba de estar deleitada y extasiada por tan fantástico espectáculo para los ojos. Ambos tomaron sus respectivos asientos: uno en el trineo, la otra junto con los del Laboratorio Clínico. Todo el mundo comió hasta reventar, y cuando no pudieron más, se limitaron a conversar y ponerse al corriente con sus colegas. Incluso se había improvisado el espacio para que quien quisiese, pudiera sacar a relucir sus mejores pasos. Al acercarse la medianoche, todo el mundo se congregó para escuchar un pequeño mensaje del Director.

«Esta noche es, compañeros, qué digo compañeros, amigos míos, para celebrar nuestra labor y reconocer los esfuerzos que cada uno de ustedes, como individuos y como grupo, ha colocado para preservar la inocencia de los civiles. La Navidad es, también, un momento para reflexionar sobre nuestras acciones y nuestra vida; ya sea para pensar en nuestras relaciones personales, nuestro propósito, nuestras motivaciones. En fin, no deseo extenderme más, así que, feliz Navidad a todos, disfruten esta noche».

Y conforme terminó, el sonido de un reloj de abuelo anunciaba ya las doce. Al unísono, se escuchaban las felicitaciones entre los colegas, quienes daban un abrazo a sus cercanos, y un apretón cálido de manos para los no tan próximos. Con el clímax de esta celebración, los corazones de todos se unieron en uno solo para entonar villancicos, agradecidos sinceramente por esa oportunidad.

En un rincón, apartado de la vista de cualquiera, estaba aquella sombra de pie. No era de alguien; era algo. Solo sonreía, con la vista perdida en la nada. «Feliz Navidad», repetía una y otra vez. Y después, se esfumó, dejando un humo negro, como aquel incienso.

FIN

Veo que tienes algunas preguntas, pero el reloj ya marca las 12, pequeñín. Es hora de que vuelvas a dormir, porque no hay regalos hasta que cierres los ojos. Feliz Navidad.

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