Fue cuando las olas salpicaron contra su cuerpo que comenzó, poco a poco, a recuperar la consciencia. ¿Cuánto tiempo había estado acostado aquí? Se encontró medio enterrado en la arena e intentó moverse, pero estaba demasiado débil para hacerlo.
El sol debió de levantarse; podía sentir el calor, pero sus ojos no se abrían, si es que sus ojos aún existían. Algo se sentía muy mal para él, pero no podía ubicar qué era aquello. Trató de recordar, y por un momento pensó que tenía algo, pero era demasiado distante e irreal, y ese sentimiento se desvaneció. Estaba cegado y ensordecido, yacía allí mientras el agua fría y salada le cortaba una y otra vez. Sabía que algo le faltaba, o mejor dicho, que todo le faltaba. Y fue entonces cuando recordó el dolor.
Gritó durante días, pero nadie escuchó. Las partes de su cuerpo, apenas sujetándose, cada fragmento angustiado, emitían un coro de gritos. El océano y la arena se habían convertido en su prisión eterna, envolviendo su cuerpo y deslizándose por sus heridas. Cuanto más luchaba, mayor era su dolor. No había escape.
Tenía hambre. Tenía que comer, después de todo. ¿O no? No recordaba haberlo necesitado, pero el hambre lo había consumido. Había un deseo extraño, un deseo de reemplazar -para compensar - por aquello que faltaba. Así que cavó la arena a su alrededor, y tragó todo lo que pudo encontrar. Pero cuanto más comía, más ansiaba. Su cuerpo dolía aún más cuando sentía que crecían partes que no debían estar allí. Un cáncer, quizás, pero no podía importarle menos.
Faltaba algo, y tenía que encontrarlo, tenía que parar el dolor.
Gritó, cavó y se alimentó durante días y noches. Poco a poco, la arena había perdido su agarre hacia él y ya no sentía la tortura del mar salado. Tenía más tiempo para pensar entre los episodios de dolor, pero su memoria estaba distante y rota. ¿Quién era él? ¿Cuál era su nombre? No lo sabía. ¿Qué había pasado? No podía recordarlo. Vagamente, recordaba una guerra. No, no una guerra, una batalla. ¿O fue sólo una pelea?
Una noche, cuando su cuerpo estaba bañado en el resplandor de la luna llena, alguien respondió a sus gritos. Lo llevaron a casa, le tendieron, raspando toda la inmundicia que había acumulado en sí mismo. Le hablaron, pero era un lenguaje que no podía entender. Les daría las gracias, pero dudaba que pudieran entender sus palabras de gratitud. El dolor aún perduraba, pero había disminuido en su nuevo hogar. No había agua que lo ahogara, ni arena que le raspara. Sus cuidadores incluso le ofrecieron comida, aliviando su interminable hambre.
Cuando ya se sintió mucho mejor, cuando pensó que finalmente podrían escuchar lo que tenía que decir, fue cuando las cosas se derrumbaron. Sintió sus peleas y confusión, pero no pudo entender su naturaleza. Entonces le dieron de comer algo extraño; se movía como si luchara y empapara su cuerpo con líquidos extraños. Fuera lo que fuera, no podía detenerse.
Sentía gritos, pero no eran los suyos, sino los que le rodeaban. No podía comprender lo que estaba sucediendo. Le recordó la guerra, la lucha hace tanto tiempo. ¿Había gritos también? Alguien más vino, y sus cuidadores corrieron.
No los conocía, pero pronto se asustó. Llevaban consigo cosas extrañas y una gran prisión de agua. Quería correr, junto con sus cuidadores, pero no podía. Gritó y gritó, pero no les importó. Se acercaron y lo arrojaron al agua fría y salada.
Se encontró ahogándose nuevamente, mientras sus sentidos lo dejaban.