Cuentos de Pesca: Muchos Peces en el Mar

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Emma estaba pasando el Día de San Valentín sola, y eso estaba totalmente bien para ella.

No es que le desagradara la fiesta. Al contrario, la idea de regalar chocolates y afecto a alguien que te importaba le resultaba bastante atractiva. Y aunque esperaba que la mayoría de las relaciones tuvieran más de un día al año en el que eso ocurriera, no podía evitar sentirse encantada por la idea de que la gente se lo pensara un poco más.

Pero Emma estaba en una ciudad nueva, rodeada de gente nueva, trabajando en una carrera nueva — y los viejos recuerdos hacían que lanzarse de cabeza a un romance relámpago fuera algo poco atractivo. Ya habría tiempo para las citas y los enamoramientos, las llamadas telefónicas a altas horas de la noche y las pequeñas notas metidas en los libros. Por el momento, se contentaba con seguir preparando su nueva vida.

Así que se sintió satisfecha cuando se tumbó en el sofá, con una caja de bombones ligeramente caros en una mano y el control remoto en la otra. Al poner una película cursi, sintió un peso en su regazo y miró la figura meneante de Wurst, el perro salchicha ya algo mayor — pero siempre optimista cuando se trataba de posibles premios — que la había acompañado durante su traslado al Sitio-184.

Sosteniendo los chocolates un poco más alto y prometiéndole un premio más apropiado, Emma le rascó detrás de las orejas. Agradecida por el recordatorio de que no estaba realmente sola. La bienvenida distracción llevó a su mente a preguntarse qué estarían haciendo sus compañeros del Consejo de Pesca esta tarde.



Sarah no se percataba de nada más que de sus músculos adoloridos y de su pelo, aún empapado, que se le pegó a la cara como un trapeador negro y helado cuando entró en el apartamento. Normalmente, cuando realizaba un trabajo de campo — sobre todo si incluía una inmersión en el mar — se duchaba y se cambiaba al volver al sitio. Pero esta noche, después de que las dificultades del motor prolongaran lo que debió haber sido un viaje rápido, fue directamente del barco a su carro, y del sitio al hogar de ella y Jessica.

"Siento mucho llegar tarde," lanzó las palabras al apartamento, quitándose el abrigo. "El buceo salió bien, pero luego hubo problemas con el motor, tuvieron que hacer que otra persona saliera a recibirnos. Y para colmo, el tráfico sobre el puente era una pesadilla. Yo—"

Una mano tomó la suya mientras otra le apartaba el pelo húmedo de la frente. Jessica le plantó un beso en la mejilla y le habló con una voz familiar y tranquilizadora: "Bienvenida a casa, amor."

Sarah miró hacia el interior del apartamento. El suave resplandor de la luz de las velas parpadeaba en la isla de la cocina, donde había una serie de bandejas y tablas dispuestas, que reflejaban el esplendor hogareño de los cuadros de bodegones que Jessica consultaba por las tardes. A Sarah le encantaba observar sus ojos practicantes desmenuzando sus significados: la lenta sonrisa que se extendía por el rostro de Jessica al trazar alguna línea de conexión entre la imagen y los objetos que conservaba durante el día.

"Oh, no." Sarah dejó escapar un pequeño suspiro. "Oh Dios mío, lo siento mucho. Tú hiciste todo esto, y aquí estoy, empapada y tarde, yo—"

Jessica la interrumpió, riendo. "Sarah, en realidad no es ningún problema. Esta no es la primera cita a la que llegas directamente desde el mar. Y más vale que no sea la última. Ahora, ve a ducharte. Me alegro de que estés en casa."

"¡Pero la comida!" Empezó Sarah.

"Es queso, pan, y algo de fruta. Todavía estará bien fría cuando hayas terminado." Los labios de Jessica se posaron en los de Sarah, permaneciendo allí por un momento íntimo. "Ahora vete, en serio que todo está bien. Me hiciste acordar de meter la carbonatada en la nevera."

"Te quiero," dijo Sarah mientras empezaba a desamarrar sus zapatos.

"Yo también te quiero."


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Henry Ivanon dejó que su cuerpo se relajara mientras caía hacia el sofá. Su esposa, Lorraine, cayó exhausta en el sillón cercano de la sala de estar.

Los dos acababan de conseguir engatusar, sobornar, y rogar a sus dos hijos pequeños para que se acostaran; la prueba había sido agotadora. "No puedo," Lorraine puso énfasis en el 'puedo', "creer que les dijeras que podían comer todo el chocolate que quisieran. ¿En qué estabas pensando, Henry?"

"¿Cómo iba a saber que habían estado dando cupcakes en el colegio? O que incluso tendrían tanto chocolate, ¿de dónde salió?" Henry contestó.

"Es el Día de San Valentín, literalmente todo lo que hacen en el colegio es regalarse dulces, dulces que deberían durar una semana por lo menos" proclamó Lorraine acusadoramente mientras levantaba una ceja.

"Oye," replicó Henry. "No fui yo quien les habló de un bebé mágico que haría que se enamoraran, esa fuiste sólo tú." La caza del bebé resultante había — en verdad — descarrilado por completo los intentos iniciales de tranquilizar a todos antes de dormir.

Henry y Lorraine se miraron fijamente, negándose cada uno a apartar la mirada o a retroceder.

Hasta que ambos rompieron a reír ante lo absurdo de su situación. Henry se levantó y se acomodó en el sofá junto a su esposa, que se apoyó en él.

"Dios." Murmuró en su oído "no habría imaginado que pasaríamos el 14 así hace unos años."

"Bueno, la noche aún no ha terminado." Henry sonrió, inclinándose más hacia ella.

"¡MAMÁ! ¡PAPÁ!" una voz aguda bajó la escalera. "¡No puedo dormir!"



Las manos enguantadas de Greg tantearon el último tornillo en el frío.

Con unos cuantos giros, terminó de instalar la nueva radio del Holy Mackerel, un regalo de Navidad de él mismo. Sonriendo mientras la encendía y recorría las frecuencias, hasta elegir una melodía familiar, Greg se dirigió a la cubierta expuesta del barco pesquero.

Se sentó y desenroscó el gran termo verde oliva que había traído, vertiendo su contenido en los dos cuencos que lo esperaban. Se quitó los guantes y puso uno en sus manos, el calor radiante actuando como un preludio de los efectos venideros de las papas guisadas y el eglefino.

Con unas cuantas cucharadas y un poco más de calor, Greg miró el cielo del atardecer. El aire frío de la noche parecía hacer titilar las estrellas, amplificadas por su reflejo en el agua. La escarcha colgaba de la barandilla del barco y el muelle había sido traicionero para navegar. Greg tuvo mucho cuidado al romper el hielo con una práctica pala al bajar.

Era el primer momento de desconcentración que Greg se permitía hoy. No es que no quisiera reconocer que era el Día de San Valentín, pero manteniéndose ocupado podía evitar el peso de lo que significaba.

Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un frasco; el monograma brillaba a la luz de la luna: otro recordatorio. Suspiró mientras desenroscaba la tapa, se lo llevó a los labios, y dejó que la dulce sensación de ardor se deslizara por su garganta.

De pie, acunó el otro cuenco aún sin tocar mientras se acercaba a la barandilla antes de verter su contenido en el mar; del frasco salió una buena cantidad de whisky de malta.

Miró al mar, que se movía suavemente y se agitaba. A veces creía que Mary seguía ahí fuera, que volvería.

"Con amor, mi enamorada." Susurró al aire de la noche nevada.


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